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Vivir una vida
espiritual significa trabajar y esforzarse.
Si una persona no quiere trabajar ni
esforzarse, si entiende la vida como una
condición en la que puede encontrar el
placer y no le incumbe ningún esfuerzo para
ser consciente y obrar adecuadamente, si no
tiene siempre en cuenta la finalidad última
por la cual ha sido creado, tal persona se
encuentra lejos del camino espiritual.
Asumir la tarea de investigar la vida y
descubrir la verdad supone inquirir sobre la
totalidad de la propia vida, significa
investigarla completamente hasta el fin,
ver, obrar adecuadamente y no limitarse a
pensar que es demasiado difícil. Nada es
demasiado difícil si se ve la necesidad de
hacerlo y queremos hacerlo. La palabra
“difícil” nos impide la acción, pero si
podemos desechar esta palabra, entonces
podremos investigar la verdad y la vida con
todos sus complejos problemas.
El trabajo espiritual nunca queda sin
resultados. Varias veces al día, aunque sea
un momento o unos minutos, se debe tratar de
encontrar dentro de uno mismo el punto de
equilibrio, el centro divino. Este trabajo
espiritual es, muchas veces, la única
riqueza que se posee. Para andar el camino
espiritual es preciso revisar periódicamente
la propia vida. Diariamente, al acostarse es
necesario repasar el día transcurrido, pero
en otras ocasiones, quizás aprovechando uno
o varios días de retiro, es preciso realizar
revisiones profundas y amplias en las que
uno pueda darse cuenta de sus errores y
poder, así, rectificarlos.
Con demasiada frecuencia, a causa de las actividades y
de las preocupaciones con las que nos encontramos,
nuestra vida tiende a tomar una dirección que nos aleja
cada vez más de nuestro deber. Nos olvidamos que
permanecemos sobre la Tierra poco tiempo, que tendremos
que dejar aquí todas nuestras adquisiciones materiales,
así como nuestros títulos y nuestra posición social.
Esto todo el mundo lo sabe, pero todo el mundo lo
olvida, y nosotros también nos dejamos arrastrar por los
ejemplos que vemos a nuestro alrededor. Por eso es
indispensable hacer de vez en cuando una pausa para
mirar atrás, analizar la dirección que estamos tomando,
las actividades en las que nos estamos enredando, y
reflexionar para realizar lo que es esencial. |
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La evolución, que siempre es un proceso individual, es
progresiva y requiere trabajo. Una persona no abandona
todas sus creencias, sus hábitos y sus costumbres sólo
por comprender que hacerlo sería positivo para ella. No,
ser consciente y obrar adecuadamente no es fácil, aunque
a veces obtenemos victorias parciales. Y es ahí, en
metas pequeñas pero accesibles, dónde es preciso actuar,
sabiendo que no basta dar pasos que un día terminen por
llevarnos hasta la meta, sino que cada paso es una meta,
sin dejar por ello de ser un paso.
Se debe comprender la riqueza y la profundidad que se
esconden en todas las dificultades. Al obrar no se tiene
que hacer lo más fácil, sino lo adecuado. Si sufrimos y
estamos tristes queremos que la situación acabe pronto,
mientras que si somos felices queremos que dure
eternamente. Pero este no es el camino. Cuando
experimentamos una sensación agradable pero que no va a
aportarnos ningún enriquecimiento interior, debemos
disminuir su duración, incluso interrumpirla; y al
contrario, cuando es preciso realizar un trabajo,
tenemos que tratar de prolongarlo. Tenemos que trabajar
en las propias dificultades, ver, comprender y asimilar
todo el contenido de conocimiento que se nos ofrece a
través de ellas, mientras que los placeres no sirven,
frecuentemente, más que para debilitarnos y alejarnos de
la verdad y del camino.
La vida espiritual no es toda claridad ni toda tiniebla
sino más bien luz y sombras, cualidades y defectos,
virtudes y flaquezas. Nuestra vida interior y nuestra
voluntad ceden con demasiada frecuencia a las
impresiones exteriores y a la propia imaginación, en
contra del buen sentido y de la prudencia; con ello no
hacemos más que perder la serenidad y el sosiego
interior. No combatimos sistemáticamente a la
imaginación. Ella tiene su valor e importancia en la
vida, pero si se le sueltan las riendas entra en nuestra
intimidad como un caballo desbocado.
Debemos saber que depende siempre de nosotros el aceptar
una influencia; ni tan siquiera los espíritus del mal
tienen poder sobre nosotros si nos cerramos a ellos.
Evidentemente, si no tenemos discernimiento, si no
sabemos protegernos y tomar precauciones, pueden
arrastrarnos hasta el infierno. Ellos saben cómo deben
tentarnos con toda clase de cebos y, si nos doblegamos,
si mordemos el anzuelo, entonces caemos en la red.
Después, suavemente, nos llevan a nuestra perdición.
Dios les ha dado ese poder, pero sólo pueden ejercerlo
si somos débiles, si no permanecemos en la luz. Si nos
negamos a dejarnos atraer en la dirección a la que
quieren conducirnos y nos ponemos bajo la influencia de
los espíritus luminosos, entonces nos alejamos de su
influencia y dejan de tener ningún poder sobre nosotros.
Tenemos que aprender a valorar las posibilidades de
nuestro mundo interno, pues es en nuestro mundo interno
en el que estamos continuamente sumergidos. Este mundo
nos pertenece, donde quiera que vayamos, lo llevamos con
nosotros y podemos contar con él, mientras que el mundo
externo siempre nos reserva la tribulación. Si nos damos
cuenta que necesitamos andar nuestro verdadero camino es
preciso saber que podemos encontrarlo en nosotros
mismos. El problema es que no nos conocemos, no sabemos
todo lo que poseemos, todos nuestros tesoros, y nuestro
conocimiento se pierde irremediablemente en tesituras
inertes, sin sentido y de vana erudición. Debemos
trabajar para sentir y utilizar todos nuestros recursos.
Son raros los que poseen el conocimiento suficiente para
mantenerse firmes, serenos y dueños de sí mismos en su
propio mundo interior. Estas pocas personas son
conscientes y obran adecuadamente y, por eso, viven la
calma en sus mentes y la paz en sus corazones. Quien
camina por esta vida disperso, perdido entre lo que hay
dentro y lo que hay fuera, no está nunca dentro de sí
mismo. Frívolo y superficial, estudia y aprende las
costumbres de los famosos de la actualidad, escucha y
participa de las habladurías de todos los corros,
colecciona chismorreos, analiza, intriga y derriba, si
puede, todo cuanto está por encima suyo. Cuando un
individuo de estas características quiere entrar dentro
de sí retrocede espantado y sale enseguida porque allí
ni habita nadie ni hay nada. Es una habitación sin
muebles, sin luz, sin comodidad y sin aire. Por eso sale
precipitadamente en busca de diversiones y corre tras
las apariencias y las sombras de un mundo hecho a su
imagen y semejanza. Cuando alguien inferior quiere
recogerse dentro de sí mismo se siente prisionero, le
falta la respiración, se ahoga y sale de sí en busca de
entretenimiento y consuelo. Pero luego tiene que
confesar que después de las fiestas, las comidas y los
placeres, la vida le parece aún más hueca y vacía, más
llena de amargura y oscuridad. Es que el alma entera
necesita encontrar su propio camino hacia sí misma.
Qué diferente es contemplar a la persona que dentro de
sí misma encuentra todo lo que necesita. No hay nada más
hermoso en el mundo que la vida de alguien realmente
espiritual. Su corazón es una flor de pétalos tan
variados como las virtudes que lo adornan, una flor
perfumada por el soplo mismo de Dios que la balancea en
un ambiente de libertad y de placer, como si la
naturaleza se sintiera transplantada al paraíso
terrenal. La sabiduría gobierna sus sentimientos, la
inteligencia dirige la imaginación y ordena las
impresiones recibidas. Esta es la maravilla de la
persona justa y superior. Pero son muy pocas las almas
que se dirigen sabiamente, y por eso son tan contadas
las que disfrutan de la paz interior. El camino de la
espiritualidad, por ser disciplinado y dar un valor
adecuado a todas las cosas, siembra en el alma la
semilla de la paz. Esta semilla es interior y nace por
el orden y el equilibrio entre la mente y el corazón.
Ni la concha adherida a la roca se inquieta por el
empuje del mar embravecido ni la hiedra enroscada en el
tronco de un árbol se preocupa por el vendaval, aunque
ella misma no pueda mantenerse en pie y tienda a
arrastrarse por los suelos. Dios es la roca y el roble
que sostiene las personas espirituales, pero quien que
se aleja de Dios es como el sargazo que, sin raíces
profundas, es llevado por los vaivenes de las olas y
arrastrado de aquí para allá. El ser dueño de sí mismo
no es otra cosa que “ser” conscientemente en todas las
circunstancias y desarrollar todos movimientos del alma
desde ese punto de luz que llamamos consciencia.
En nuestra vida no puede haber lucha ni contra las
fuerzas del mal, ni contra el mundo, ni contra nuestra
alma. Todo tiene su razón de ser en esta vida y sólo
necesitamos ser conscientes y obrar de forma adecuada a
cada situación. Pero para poder obrar en justicia
nuestro interior debe ser equilibrio y orden. Y esta paz
no la puede dar el mundo.
La espiritualidad consiste en ser consciente y obrar
adecuadamente, y esto significa la unión de la totalidad
del ser humano con Dios, desde aquello que se pueda
llamar lo más interior e íntimo hasta lo más exterior.
Es un respirar de Dios, un vivir en Él, con Él y para
Él, porque nadie que posea un mínimo de inteligencia
creerá que el camino de la espiritualidad consiste en un
sistema de formas superficiales, un ceremonial y una
justicia exclusivamente legal. Ser espiritual es amar a
Dios más que a nuestros padres y hermanos, más que a
nuestros bienes, posesiones y que a nosotros mismos;
amarle con toda nuestra inteligencia, voluntad y
corazón, y que este amor se materialice en las obras
adecuadas que toda la Creación espera de nosotros. Todo
acto fruto de la consciencia, al ser una exteriorización
del amor interior, toma la forma de alguna virtud y
acerca nuestra consciencia a Dios.
Vivir espiritualmente significa realizar acciones que
son emprendidas por sí mismas, sin ningún otro interés,
únicamente porque la consciencia, a través del
conocimiento y del discernimiento, indica que son
necesarias. También necesita que estas mismas acciones
no busquen, ni siquiera indirectamente, el éxito, la
ganancia o la utilidad.
Dios no se puede buscar, por la sencilla razón de que no
se puede buscar lo que ya se tiene. Nuestro trabajo
espiritual consiste en obrar siempre en justicia, y para
ello necesitamos que Dios pueda surgir en nuestra
consciencia. Una búsqueda de Dios es egoísta por sí
misma, nos hace perder el sentido de la vida y todas las
inmensas posibilidades que ésta nos ofrece.
Tampoco debemos buscar ni seguir un ideal para llegar a
un final feliz, para alcanzar conseguir el objetivo que
nos hemos propuesto. Si así lo hacemos el cumplimiento
de toda nuestra vida dependerá de que alcancemos el
objetivo o no. La búsqueda de algo indica que somos
egoístas. Si buscamos algún fin condicionamos nuestras
acciones y hace que éstas tengan sentido si conseguimos
o no lo que buscamos. La búsqueda de algo nos convierte
en unos explotadores. El primer plano lo toma nuestro
interés y el segundo plano lo toman nuestras acciones,
cuando en verdad, son las acciones que realizamos lo
importante. Lo que verdaderamente tiene importancia y
valor en nuestra vida son las acciones diarias y éstas
no deben efectuarse, en absoluto, por el “objetivo
final”. Ese “objetivo final”, si es que tienen alguno,
sólo se podrá alcanzar por las acciones de cada día.
La acción que realizamos, aunque sea sencilla y
cotidiana, debe llevar en sí misma todo el sentido de
nuestra vida, y no la deberemos considerar como un
escalón que tenemos que subir, sino que le tenemos que
dar todo el valor que tiene un escalón sobre el que
podemos edificar toda nuestra vida.
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